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Dentro del proyecto que tenemos en curso, de presentar la imagen de la economía española en sus estructuras agrarias, hoy nos corresponden dos piezas importantes de las políticas para el campo a largo plazo: los regadíos, y la reforma agraria. En el primer caso, nos corresponde el estudio de la Ley OPER, de puesta en riego, de la Segunda República española en 1932, de cuando superando criterios del pasado, se inició una política que se llamaría de colonización, de búsqueda de mayores rendimientos gracias a una mejor distribución del agua. La segunda cuestión, la reforma agraria, empezamos a tratarla hoy mismo también, como una operación que resultó al final un auténtico fracaso, por falta de decisión de los directivos de la Segunda República. Y por la propia guerra civil, cuyo resultado cambió por entero la mentalidad de ir a un reparto de las tierras, a mantener el latifundismo anterior. Veremos los detalles de ese proceso tan complejo como tortuoso.
En los años siguientes, los partidarios de la política hidráulica fueron perfilando su actitud en busca de una política integral, de máxima productividad; en suma, con una posición en línea con la ulterior política de colonización, dentro de la cual -y ante la voluntaria apatía de los propietarios- el Estado pasó a construir las presas, los canales las acequias y dispuso todo lo necesario hasta la puesta en riego. Esta nueva actitud se configuró durante la Segunda República con la publicación de la Ley de Obras de Puesta en Riego (OPER), de 13 de abril de 1932.
A pesar de que lo principal de la política agraria de la República lo examinamos en el apartado siguiente, el estudio de la Ley de OPER debemos realizarlo en el presente apartado, es decir, en el contexto de la política hidráulica, en cuya elaboración representó un avance indudable.
Aunque parcial en su aplicación[1], la Ley de OPER representó claramente el punto de partida de la ulterior política de colonización, pues en ella se venía a reconocer decididamente que no bastaba con las obras exclusivamente hidráulicas para que se realizaran las necesarias transformaciones. Además de las obras de base, era preciso disponer de infraestructuras secundarias de transformación (redes de riego y drenaje), que no podían dejarse a merced de una iniciativa privada manifiestamente reacia o incapaz de ejecutarlas; y además de esas obras secundarias de riego, eran precisos caminos, viviendas, y toda una serie de trabajos adicionales.
La Ley OPER disponía que la puesta en riego habría de ser realizada por el Ministerio de Obras Públicas o por los propietarios o sindicatos, si así lo pidieran, en el plazo de tres años después de aprobarse el Plan. Ejecutadas las obras, se permitía al propietario continuar con sus tierras transformadas, con el compromiso de explotarlas conforme a un plan racional, y previo pago al Estado de la plusvalía y de su alícuota en las obras; caso de no retenerlas en esas condiciones, el Estado podía hacerse cargo de las tierras, pagando al propietario tan sólo su valor en secano[2].
Otra manifestación de la tendencia a plantear el problema de la puesta en riego en toda su complejidad, y ya a escala nacional, la encontramos en el proyecto de Plan de Obras Hidráulicas de 1933, dirigido por Manuel Lorenzo Pardo[3]. Quien después de criticar la falta de sistema en los anteriores planes, tomó como base del Plan de 1933 la idea de la descompensación existente en la relación entre el caudal de los ríos de las vertientes atlántica y mediterránea, y los incrementos de rendimientos que originan el riego en ambas; tema al que ya hemos aludido en el capítulo 1 del presente libro.
Los ríos de la vertiente atlántica, venía a decir Lorenzo Pardo, llevan más agua, pero ésta produce en sus tierras un incremento de los rendimientos menor que el obtenible con el riego en la vertiente mediterránea, en la que, por el contrario, el aporte de los ríos es mucho más escaso. De esta idea básica partía para plantear la necesidad de trasvasar agua de la vertiente atlántica a la mediterránea; el trasvase podría hacerse mediante un canal que por la cota 1.000 metros recogiese parte de las aguas del Tajo y del Júcar, de los pantanos de Bolarque y Alarcón, respectivamente, para conducirlas, por el canal de Albacete, a las tierras de Murcia y Alicante, en las que -calculaba Lorenzo Pardo- podrían ponerse en regadío unas 238.000 hectáreas aproximadamente.
La protesta de los regantes del Júcar, ante el temor de que se restase agua a su real acequia, que en un tramo de su recorrido había de ser utilizada para la realización del Plan, demoró la puesta en marcha de éste, que, finalmente, cayó en un olvido injustificado, del que sólo salió en los años 60 del siglo XX. Pero planteado en un contexto completamente distinto, de asentamientos urbanos, implicaciones ecológicas, y desde los dos grandes embalses nuevos de la cabecera del Tajo, los de Entrepeñas y Buendía[4].
Con la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, la cuestión agraria se planteó abiertamente. Desde el punto y hora en que la preocupación por los problemas del campo se puso de manifiesto en el artículo 47 de la Constitución de la República, de diciembre de 1931, que decía así: «La República protegerá al campesino y, a este fin, legislará, entre otras materias, sobre el patrimonio familiar inembargable y exento de toda clase de impuesto, crédito agrícola, indemnización por pérdida de cosechas, cooperativas de producción y consumo, cajas de previsión, escuelas prácticas de agricultura y granjas de experimentación agropecuaria, obras para riego y vías rurales de comunicación»[5].
Como pocos meses después de publicarse la Constitución ponía de relieve Nicolás Pérez Serrano, el programa del artículo 47 era demasiado amplio para poder ser eficaz[6]. Por otra parte, no hacía referencia al problema de la necesaria reforma agraria, cuyo estudio ya estaba en marcha oficialmente desde agosto de 1931[7].
Hasta el próximo viernes, como siempre, los lectores pueden conectar con el autor en castecien@bitmailer.net.
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[1] Sólo afectó a las zonas regables del Guadalquivir Guadalmellato, Guadalcasín, Chorro y Genil.
[2] Las similitudes de la OPER con el INC son evidentes, incluso en la previsión de construir nuevos pueblos. En 1935 se celebró en Madrid un concurso de arquitectos e ingenieros con esa finalidad. Vid. Emilio Gómez Ayáu, ob. cit., págs. 18 y 19.
[3] Ministerio de Obras Públicas, Centro de Estudios Hidrográficos. Datos fundamentales. Volumen 2.o: III. Estudio geológico, por Clemente Sáenz. Vol. 4.°: Estudio agronómico, por Ángel Artiaserán. Vol. 5.º: Estudio forestal, por J. Ximénez de Embún.
[4] En 1961 se intentó resucitar la idea sin que por entonces ese intento tuviese eco (vid. El regadío murciano, problema nacional, trabajo realizado por Gonzalo Arnáiz, José G. de Andoaín, Joaquín Arias y Agustín Cotorruelo, Madrid, 1961, págs. 58 y 59). En 1966 el ministro de Obras Públicas, F. Silva Muñoz, puso en marcha el proyecto.
[5] Durante los años de la República, el tema de la reforma agraria se convirtió en una obsesión para los economistas e historiadores, que produjeron varias decenas de libros y artículos sobre el tema (vid. J. Muñoz Pérez y J. Benito Arranz, Guía bibliográfica para una geografía agraria de España, Madrid, 1961, epígrafe 'Reforma Agraria', del índice de materias). Edward Malefakis, Reforma Agraria y revolución campesina en la España del siglo XX, Ariel, Barcelona, 1971. Asimismo, C. Albiñana García Quintana, 'La Hacienda Pública y el sector agrario en la II República Española', en Revista de Estudios Agrosociales, núm. 141, julio 1987, págs. 197 y sigs. Claro es que todo el progreso agrario no se prosiguió -ni se proseguiría- solamente con el riego, la reforma agraria, y otras grandes aspiraciones más o menos espectaculares y en su mayor parte irrealizadas. La agricultura en el primer tercio del siglo xx progresó fundamentalmente por la reducción de los barbechos, el mayor consumo de abonos y la incorporación de capital, sobre todo vía mecanización, tal como destaca Jesús Sanz en su trabajo 'La agricultura española durante el primer tercio del siglo XX: un sector en transformación', en la obra colectiva La economía española en el siglo XX, de Jordi Nadal (comp.), Ariel, Barcelona, 1987, págs. 236 a 257. Para algunas ampliaciones sobre el tema, puede verse también el libro de R. Tamames 'La República. La Era de Franco', vol. VII de la Historia de España de Alfaguara, Alianza Editorial, 12ª edición revisada, Madrid, 1987.
[6] Nicolás Pérez Serrano, La Constitución española, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1932.
[7] El proyecto de Ley de Bases se formuió por Decreto de 25 de agosto de 1931, y se acordó la inmediata vigencia de las bases 4.ª y 10.ª, constituyéndose, en consecuencia, la Junta Central de la Reforma Agraria.