Bajo control de Pedro Sánchez
Dentro de un año se cumplirán veinte desde que Alfredo Pérez-Rubalcaba, en la jornada de reflexión de las elecciones generales de 2004, pronunciase esa frase que ha quedado para la historia: "los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta, que les diga siempre la verdad". Y con esa idea fuerza ganó para Zapatero unas elecciones que tenía perdidas. O tempora o mores, que decía Cicerón. Y es que hace solo dos décadas una mentira defenestraba a un candidato. Mentir era inconcebible y veinte años después, el tiempo que necesitó Dumas para convertir a un mosquetero mujeriego en el Abad de Herblay, ha devenido en estrategia legítima. La impostura es ahora la herramienta más afilada del taller político del Gobierno para cepillar una engañifa y convertirla en una causa moral irrebatible.
Resulta un tanto sorprendente ver cómo por ejemplo Irene Montero repite sin pudor que su ley es estupenda, que los jueces son fachas y que la derecha quiere llevarnos de vuelta a esos tiempos oscuros en los que imperaba "el Código Penal de La Manada", esos tiempos en los que los violadores y abusadores recibían condenas más severas. Miente, pero lo hace para proteger "los derechos de las mujeres" y eso convierte su discurso en una verdad superior e infalible. Y, por lo tanto, ella nunca se equivoca.
Tampoco importa que el presidente trate, un día sí y otro también, de colarnos como escenas de la vida real sus ficciones audiovisuales con pensionistas aficionados a la petanca, alcaldes ciclistas, jóvenes trabajadores de salario mínimo o estudiantes que transitan por bibliotecas cerradas al público. Son montajes tan burdos que ni los más cafeteros los pueden tomar por auténticos. Ni siquiera pretenden parecer verosímiles, porque no importa que sean falsos, ya que apelan a causas moralmente superiores. Nos lo explicó la portavoz del Gobierno, la risueña Isabel Rodríguez: "el PP no podría hacerlos porque está en contra del SMI". Y además se dedica a poner "ruedas en la carretera".
Con esta estrategia, Sánchez, Montero et al. no solo se permiten mentirnos a la cara, sino que lo hacen envueltos en una superioridad moral que resulta un tanto enervante. Es la consecuencia de esa hegemonía cultural de la izquierda, que es en realidad una revolución como las que propiciaron los totalitarismos del siglo pasado, el comunismo y el fascismo. Pretende transformar una sociedad libre y abierta en otra dirigida, vigilada y afanosamente igualitaria. La diferencia es que en el siglo XX las cosas sucedían entre el estruendo y la pólvora, mientras que ahora todo es gradual y sigiloso, pero mucho más efectivo. Si lo dejamos estar acabaremos tiranizados, sin saber cómo ni cuándo dejamos de ser libres.
A corto plazo, el precio de las mentiras es el que los economistas llaman coste de oportunidad. El tiempo que hay que emplear en refutarlas no se dedica a hacer cosas mucho más necesarias. Y así andamos, casi sin agua en buena parte de España, con el problema de la generación de energía sin resolver, con los precios por las nubes y los salarios de los que tienen la suerte de trabajar por los suelos, pero enzarzados en poner el consentimiento en el centro de la ley, exactamente el mismo sitio en el que está desde que en el siglo XIX se definieron los delitos contra la libertad sexual en el Código Penal.
Ahora toca arreglar el desaguisado de esta ley pionera, llena de "buenas intenciones" según Sánchez y su Gobierno, pero que al parecer ha tenido algunos "efectos indeseados", que es un poco eso que les pasa a los niños cuando se ponen a jugar con el Quimicefa y acaban con la camiseta y el pelo quemado. Solo que estos ni son niños, ni deberían estar jugando con unas leyes de las que solo manejan con soltura la parte retórica, esas exposiciones de motivos que no sirven para nada y que llenan con desparpajo de sintagmas campanudos como "sociedad patriarcal", "roles de género", "reparación simbólica" o "compromiso colectivo" y de verbos como "promoverán", "fomentarán", "impulsarán" o "velarán", cuyo sujeto son esas autoridades a las que luego no se dota de medios ni de presupuestos.
Y cuando esto esté arreglado, si es que se arregla, o mientras tanto, pues nos tocará desgastarnos en rebatir la nueva idea fuerza de la factoría Montero, según la cual ahora, después de años de conquistas del feminismo, resulta que todos somos mujeres mientras no se demuestre lo contrario. Y es que la ley trans más que una ley parece una apuesta por incorporar "La Vida de Brian" a nuestra legislación. En la genial película, Eric Idle interpretaba a Stan y, en la escena del Coliseo, el personaje explicaba a sus compañeros del Frente Popular de Judea que quería ser mujer: "Desde ahora quiero que me llaméis Loretta, es mi derecho como hombre". El público se moría de risa, pero ahora va en serio.
Puede parecer que esta ley, que cuando pase por el BOE permitirá a cualquiera elegir sexo a voluntad con solo solicitarlo en el registro, no afectará más que a los trans, a los que viene a aliviar su malestar psicológico, y que dará cabida legal y reconocimiento social a las personas con disforia y a todas esas nuevas identidades que han convertido las siglas LGTB en una especie de número pi, una retahíla impronunciable que tiende al infinito. Pero nos afecta a todos, porque a partir de ahora ya no somos hombres ni mujeres, sino gente que toma decisiones. Y claro, las decisiones se pueden tomar de forma bienintencionada o espuria y oportunista. Porque en esta vida hay gente de bien y otros que no lo son tanto, por mucho que esto escandalice a Sánchez y a sus ministros orquesta.
Se ha hablado de maltratadores e incluso de violadores que puedan decidir su sexo para librarse de condenas o mudarse a cárceles más de su agrado, o de deportistas mediocres que pueden ganar más medallas que Michael Phelps solo con tomar la decisión adecuada. Pero hay mucho más. En este país, gracias a años de lucha feminista, tenemos juzgados para mujeres, leyes de protección especiales, diferentes consideraciones jurídicas en función del sexo, becas, subsidios y pensiones para mujeres, ventajas laborales, cuotas, distintos baremos para acceder a determinados puestos, bonus y programas de ayuda y un largo etcétera de ventajas de género. La tentación es mayúscula.
En su afán por poner en el centro la idea de que la biología no importa y que la realidad no puede oponerse al sentimiento, el Gobierno puede habernos metido en otro lío de consecuencias imprevisibles, en otra ley llena de "buenas intenciones", pero con "efectos indeseados". Desde Igualdad aseguran que nada de esto va a ocurrir. ¿Qué podría salir mal si la han redactado las autoras del "sí es sí"? Esas que, como Sánchez, están convencidas de que la verdad no importa una mierda si es por una buena causa y que los hechos son una abstracción manipulable para construir una sociedad más igualitaria, más controlada y mejor diseñada. Pero tranquilos, que todo está bajo control. Bajo control de Pedro Sánchez.