En tan sólo dos días desde esta publicación tengo prevista la salida. Me voy de viaje. Y cuando digo viaje quiero decir que mi intención es convertirme en viajero y no en turista; quizás tengamos ocasión hoy de observar las diferencias.
Desde hace unos años acostumbro a disponer de una parte de mis vacaciones sólo para mí. Me basta una semana. No es que haya discutido con mi señora ni que no aguante ya a los niños, ni siquiera me ocurre lo que a Milton Berle, humorista norteamericano, quien dijo una vez, “Acabo de regresar de un viaje de placer: acompañé a mi suegra al aeropuerto”. Éste tampoco es el caso. Lo que pasa realmente es que siento la necesidad, puede que ingrata, de abrir una puerta de escape en la rutina diaria y, acaso, liberarme del pasado, ser otro, quizás yo mismo, tal vez un yo distinto, otra versión más simple, una página en blanco por escribir. Es muy cierto que “lo que has hecho se convierte en el juez de lo que vas a hacer, especialmente en la mente de otras personas. Cuando estás viajando, eres lo que eres allí mismo. La gente no tiene tu pasado para reprocharte. No hay ayer en el camino” (William Least Heat-Moon). Qué liberación.
Persigo hacer esto ahora, insistentemente, no deseo aplazarlo pensando, de forma errónea, que ya habrá tiempo, que podré hacerlo más tarde.
Isabelle Eberhardt, exploradora suiza de finales del s. XIX, escribió: “Partir es la acción más hermosa y valiente de todas, tal vez una alegría egoísta, pero una alegría real, para quienes pueden dar valor a la libertad. Estar solo, sin necesidades, extraños, extranjeros... y sin embargo sentirse como en casa en todas partes y partir a conquistar el mundo”. Mi afán no llega a tanto, estoy a cientos de universos de ser un aventurero, pero comparto esta definición y, un poco, percibo en mí esa alegría el día de mi partida, una alegría real que emerge de una percepción de libertad alcanzada, aunque de sobra sepamos que es más bien una libertad imaginaria y limitada. De hecho, diría que mis viajes rozan la perfección pues siento alegría cuando salgo de casa y otro tanto me ocurre cuando vuelvo a ella.
Si bien irse muy lejos sería apasionante, nunca lo sabremos, a mí me basta con hacer unos cientos de kilómetros allá donde antes no estuve. No requiero toparme con gente a camello, ni huipiles con bordados. Me resulta suficiente compartir otros lugares, otras vidas, otras almas. El mundo, todo él, es múltiple, variado, incluso aquel que se encuentra no muy alejado; si no fuera así, qué sentido tendría aventurarse. Disfruto descubriendo esos matices, aprendiendo de otras costumbres, percibiendo olores y sonidos nuevos. A cada paso, sin apenas reparar en ello, al descubrir otros lugares me voy encontrando a mí mismo. Tal vez viajar es el camino más corto para encontrarse a uno mismo y comprender el mundo. Desde luego, me consta que es imposible hacerlo sin salir de casa. Pienso en la vida como un libro que los aventureros leen de arriba abajo, desde la primera a la última de sus páginas, obsesivamente, siempre insatisfechos, mientras que quienes no viajan leen tan sólo la reseña de la contraportada y con eso se sienten complacidos.
Viajo, aún sin compañía, para ver, para compartir, para experimentar. Ver es algo que ocurre en la mente, tamizado en el corazón y en la experiencia, lo que vemos lleva siempre una pátina de lo que somos. No viajo para mirar, mirar es simple, inocuo, impersonal. Nada se aprende mirando, se aprende viendo. Por extraño que parezca, no viajo a solas para evitar todo contacto humano, lo hago también para compartir; no rehúyo ese acercamiento, al contrario, agradezco su frescura, su falta de ideas preconcebidas, su desvinculación del pasado.
En ocasiones, a lo largo de estas experiencias, suceden cosas que aportan a mi propio ser una visión distinta que, de alguna forma, me completan y, quizás, cambian un poco mi forma de vivir o de pensar. Por eso digo que Viajar es quedarse allí, traerlo conmigo.
“... el viaje no empieza cuando nos ponemos en ruta ni acaba cuando alcanzamos el destino”, escribió Ryszard Kapuscinski. Empieza antes y nunca termina, se lleva adentro, se convierte en parte de ti, en una actitud, deja un rastro indisoluble en nuestro ser.
Para evitar que mi viaje culmine en desastre, dedico un tiempo a pergeñar mi ruta, mas no pretendo evitar las eventualidades; si surgen, las afronto y continúo. Y habitualmente surgen repletas de generosidad: un paisano que te invita a una cerveza, un camarero amable que te prepara una mesa pese a tener el local completo, una simpática señora que abre una iglesia para ti solo y te explica los milagros del santo con enorme devoción...
Y en esos momentos se derrumban las fronteras, caen a plomo las diferencias, los estereotipos, los viejos conflictos... Nunca como viajando he visto más nítidamente que hay distancias que sólo existen en la mente de algunas personas; por lo general, entre los hombres, las distancias se desdibujan con un guiño, en un saludo, en un agradecimiento.
En dos días me pongo en camino si nada me lo impide. “A fin de cuentas, hay dos especies de hombres en el mundo: los que se quedan en casa y los demás” (Rudyard Kipling).