El novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Alberto González Amador, se ha convertido, a su pesar, en un personaje conocido. No es el caso, pero podría sacar un montón de euros contando sus cuitas con Hacienda, con el Gobierno y con la Fiscalía General del Estado en determinados programas de televisión y en las plataformas de algunos youtubers de moda. Con ese dinero podría pagar la multa que presumiblemente le va a imponer la Agencia Tributaria por impago de impuestos.
También el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortíz, aparece más en los medios de comunicación y en las redes sociales de lo que él quisiera. Es un meme andante. Está imputado como presunto urdidor de un delito de revelación de secretos por la filtración de unos correos electrónicos que afectan a la pareja de Isabel Díaz Ayuso en su contencioso con la Hacienda que dirige la ministra Montero. Todo por ganar el relato, según declaró días atrás la fiscal superior de Madrid, Almudena Lastra, ante el magistrado que lleva el asunto, Ángel Hurtado. Dijo que García Ortíz tenía prisa e insistía mucho en hacerse con el hilo de los citados emails. A las pocas horas eran de dominio público, a través de las radios y periódicos del régimen...
Lo primero que llama la atención de su comparecencia ante el Tribunal Supremo es que a García Ortíz se le borró la perenne sonrisa de la cara. Lo negó todo. Sólo contestó a su abogado (del Estado), rehusó responder a las preguntas del juez, al que criticó su actuación, y del abogado de González Amador. No tuvo que contestar al fiscal responsable del caso, por cierto hombre de su confianza, porque no hizo pregunta alguna. Parece un capítulo de cualquier mediocre serie de abogados de Netflix. No es necesario ser un experto en la materia para preguntarse cuál iba a ser el resultado real de que un fiscal interrogara a su jefe directo en un procedimiento judicial. Pues ni eso ocurrió. Un paripé para el que la ley no tiene respuesta porque nadie pensó jamás que un fiscal general en ejercicio estuviera imputado ante un juzgado.
Esta especie de película de serie B refleja el lamentable nivel de la vida pública española. La imputación de un fiscal general del Estado es motivo en sí misma para que este dimita del cargo. Si después es absuelto del procedimiento, se le repone en el puesto y se le cuelgan cuantas medallas y honores sean necesarios. Simple vergüenza - propia y ajena - y respeto elemental a la institución.
¿Qué tiene Ayuso para generar tanta tensión en La Moncloa? Además de sus elocuentes resultados electorales y de su malvado jefe de Gabinete, Miguel Ángel Rodríguez, también llamado a declarar en este proceso, parece que la sorna con que la presidenta madrileña se refiere a Pedro Sánchez y a su Gobierno no es soportable por parte de los aludidos. Por lo visto, es motivo de desvelos, estrategias, argumentarios, cabreos varios y alguna que otra metedura de pata.
Por el Tribunal Supremo todavía tienen que pasar a declarar, entre otros protagonistas de esta tragicomedia, la fiscal jefe de Madrid, Pilar Rodríguez, y el teniente fiscal de la Secretaría Técnica de la Fiscalía General y mano derecha del encausado, Diego Villafañe, ambos dependientes jerárquicamente de García Ortíz, con lo que ya suponemos qué van a contar y qué no.
La justicia de este país no había sido tan discutida desde que votamos la última Constitución. El poder Ejecutivo no soporta que el poder Judicial le aplique contrapeso alguno en sus actuaciones. Los jueces son mirados con lupa por los partidos políticos que sustentan el Gobierno, que sin pudor alguno califican de sospechoso facha a cualquier magistrado que admite a trámite una denuncia contra sus intereses. Degradación institucional en estado puro. Tiempos de la posmodernidad y del maldito relato. Menudo panorama.