Me dio clases de Lengua y de Literatura en los tres cursos del desaparecido BUP y en el COU, allá por los años setenta del siglo pasado, en el “Dioce”. Recuerdo que cuando supe que mi profesor era un escritor que tenía libros publicados quedé fascinado. Era el mismo que se pasaba una hora diaria hablándome –hablándonos, claro– en clase. Decidí ir a buscar algún libro suyo a la biblioteca, entonces la Casa de la Cultura, y, por su nombre y apellidos, saqué un poemario titulado “Tierra de conejos”. Lo devoré. Me encantó. En los días siguientes acudí a la sala de lectura de esa santa Casa para copiar en unas hojas, uno a uno, todos los poemas del libro, pues quería tenerlos en propiedad para releerlos. Aún los conservo escritos de mi propia mano.
Yo esperaba con emoción sus clases. Tomaba apuntes compulsivamente, los cuales también conservo como un tesoro. Él nos enseñó a hacerlo, ya que decía que debíamos prepararnos para la Universidad. Yo era un muchacho muy tímido e intentaba pasar desapercibido en todos los lugares, por lo que nunca llegué a tener una relación con él fuera de las clases, que sí tuvieron otros compañeros.
Entre todos los recuerdos, me viene ahora a la memoria una vez que se quejó de que había quedado finalista en el premio Adonáis, pero no se lo dieron porque era cura. Eran los años de la transición y el mundo de la cultura quería desempolvarse el olor a sacristía del franquismo. Yo no era consciente de que era cura de verdad, aunque por supuesto que lo sabía. Escuchándole me parecía inverosímil, no porque hiciera nada para desmentirlo, sino porque tenía un pensamiento tan libre y tan culto que no me cuadraba con su vocación. En tercero de BUP nos acompañó en una excursión a Portugal, en la que visitamos Fátima, y quedé asombrado por la incoherencia que para mí resultó el presenciar que nos oficiara una misa.
A Jacinto Herrero le debo tantísimas cosas, que seré incapaz de resumirlas. Me hizo leer y amar a los clásicos de la literatura española. Ciertos días nos leía él en clase e interpretaba los textos cambiando voces, como avezado actor de teatro. Otros días nos hablaba de literatos consagrados a los que él conocía en persona, como Dámaso Alonso, de la Generación del 27, el nicaragüense Ernesto Cardenal o su paisano de Langa Jiménez Lozano, por ejemplo. Me enseñó a diseccionar los escritos con sus profundos análisis de textos. Aprendí lo que era una metáfora, las aliteraciones y el resto de figuras literarias. Averigüé que no era lo mismo que el adjetivo antecediera al sustantivo o fuera detrás, que en los poemas había ritmo de sílabas y acentos, que el soneto lo formaban dos cuartetos y dos tercetos... Conocí a Baroja, Rubén Darío, Unamuno, Garcilaso, Quevedo, Cervantes, etc., etc., etc.
Incluso decidí que en toda mi vida solo leería a los clásicos, porque eran los que habían superado el rigor del tiempo y, si seguían vigentes, era gracias a sus valores atemporales. Llegué a pensar que no merecía la pena leer a autores contemporáneos a los que la historia podría condenar al olvido, por falta de méritos. Afortunadamente después me he volcado en leer a autores de nuestros días con gran satisfacción, pero siempre los intercalo con las lecturas de aquellos clásicos que no tuve ocasión de leer en su día.
A pesar de todo el conocimiento que me transmitió, su mayor logro fue dejarme enamorado para siempre de la literatura, aunque ni se me pasara por la imaginación que iba a convertirme en escritor en un futuro lejano.
No hace mucho, poco después del fallecimiento de Jacinto Herrero a finales de 2011, surgió una iniciativa para dedicarle un espacio urbano, una calle o algún tipo de monumento. Recuerdo haber firmado para tal fin, pero no se ha hecho nada al respecto, que yo sepa. No estaría mal que el Ayuntamiento retomara la iniciativa y la llevara adelante. Quisiera aprovechar mi primera intervención en Tribuna de Ávila para rogar encarecidamente a los gestores culturales de nuestra ciudad que no demoren esta decisión. Porque se lo merece, porque esta ciudad debería estar orgullosa de una persona de esa talla cultural, que quiso que su destino estuviera vinculado a estas piedras, de las que tanto escribió, cuando podría haber estado dando clases en universidades o en cualquier otro destino de prestigio. Porque somos muchas las generaciones que hemos amado la literatura con sus enseñanzas. Y porque si no se hace en torno a los que aún le recordamos, en unos años podría caer en el olvido la iniciativa, provocando el injusto olvido. Ayudemos a que sus excelentes textos tengan la oportunidad de seguir viviendo en la memoria colectiva, para que los disfruten generaciones venideras.
Y si yo muero –¡moriré mañana! –
¿qué voy a hacer de ti, Ávila viva?
¿Cómo voy a dejarte a la deriva
de una prisa que engendra gloria vana?
Jacinto Herrero. Fragmento de Ávila la casa, glosa al soneto de Leopoldo Panero Quietud amurallada (Ávila, la noche). Edición de Rafael Gómez Benito, Granada, 2003.
POR CRISTÓBAL MEDINA
Nota: El título hace referencia al famoso poema de Walt Whitman, pero más específicamente a la película El club de los poetas muertos.