Un día navegando por internet me topé con la siguiente frase “Ninguna persona sana mentalmente escribe” y de inmediato fui consciente que formaba parte de ese insano segmento de la población que convive a diario con personajes, historias y lugares imaginarios. Fue así como decidí adentrarme en el mundo de los enajenados y, aún a sabiendas de que estaba penetrando en terrenos pantanosos, me lancé a la aventura. Como a lo largo de mi existencia osadía nunca me ha faltado; el miedo a equivocarme nunca me ha detenido; y he sabido lidiar con la derrota cuando esta se ha presentado ante mí puerta, decidí acometer el reto que hacía tiempo me rondaba por la cabeza. ¡Solo fracasa quien no lo intenta, jamás el que se equivoca! ?me dije.
Vacunado contra la cordura me aventuré a engendrar mi primer libro, procurando, eso sí, equivocarme lo menos posible. Fue entonces cuando descubrí que desconocía casi todo lo que antecede al nacimiento de una obra escrita: trabajo, constancia, bloqueos, inspiración, certezas, dudas, alegrías, sin sabores, realidades, falsas expectativas…
Una vez zambullido en el proyecto, la experiencia me enseñó que la publicación de un libro es la consecuencia de muchas horas de esfuerzo; de repetidos cambios de ideas; de incontables correcciones gramaticales; de descorazonadores avances y retrocesos, y, cuando se vislumbra el final, de infinidad de dudas sobre el resultado conseguido.
El libro fue como una larga gestación que durante varios meses me sumergió en un enrevesado laberinto. Algunas veces la salida se abrió sin dificultad a mi mente y me permitió avanzar con precisión, pero en otras ocasiones, más oscuras e inhabitadas, me resultó bastante complejo desenmascarar el embrollo y escoger la senda correcta. Durante la germinación del embrión me acostumbré a navegar entre dos aguas: la una, placentera, manaba de la esperanza de concebir algo original que colmara mis expectativas y, llegado el caso, generara el interés de los lectores de mi entorno, y la otra, tortuosa, que brotaba del manantial del miedo y me hacía verme reflejado ante el espejo de los irrelevantes. Surcando ese océano inexplorado me convencí de que lo más importante era mantener los pies en el suelo, conocer las propias limitaciones y marcarme objetivos realistas, pues, al final, el sabio lector no suele ser cómplice de vanidosos y coloca a cada cual en el lugar que le corresponde.
Partiendo de esta premisa llegué a la conclusión de que mi verdadero reto consistía en compartir lo que a mí me gustaba. Aquello que me resultaba afín. Plasmar mis ideas hablando de lo que conocía; haciéndolo como sabía; y, por supuesto, expresándolo lo mejor que podía; pero por encima de todo intentando convencerme a mí mismo. Ser fiel a mí conciencia sin preocuparme demasiado por lo que opinaran los demás. ¡Ya me lo dirían ellos si por casualidad algún día mi libro caía en sus manos y lo leían!
Desde el punto de vista personal el resultado ha sido inmejorable. Candiles para Lucía forma parte de los logros esenciales de mi vida. Algo así como un nuevo “retoño”, cuyo “embarazo” fue feliz pero trabajoso; el alumbramiento largo y costoso; el crecimiento sufrido pero venturoso; y el futuro…. el futuro espero que sea productivo y generoso. Sea lo que fuere lo que el destino me depare, dudo que nadie pueda quitarme lo que el libro me regaló. Imposible dejar de querer a quién que me permitió conocer a gentes encantadoras, descubrir lugares maravillosos y compartir experiencias enriquecedoras que jamás soñé vivir. ¡Se corta el cordón, pero la madre sigue unida al hijo de por vida!
Llegados hasta aquí, y mientras conserve la libertad de escribir para mí, el reto que me mueve seguirá estando vigente. Continuaré compartiendo mi locura con los lectores con la esperanza de que también les guste a ellos. ¡Este será mi verdadero éxito!
Aunque quién sabe si cuando me asalten las ínfulas ? como hombre de “principios”? no estaré dispuesto a enterrar mí cacareada libertad por saber que sienten aquellos que venden miles de ejemplares. O tal vez no, pues para alcanzar ese estatus habrá que considerarse “escritor”, y yo, si acaso, conseguiré ser… ¡alguien que escribe!
POR MOISÉS GONZÁLEZ MUÑOZ