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Clásico

Piornos de Navadijos


No tiene un casco monumental vistoso ni más monumentos que la iglesia parroquial, un edificio en piedra, con cubierta a dos aguas, torre campanario adosada y un pequeño pórtico lateral que sirve para combatir los rigores del clima, ya que por su altitud respecto al nivel del mar, el clima continental extrema sus temperaturas en invierno y llena de frescor los meses veraniegos.



Como las localidades que lo rodean, Navadijos ha sufrido un severo proceso de despoblamiento que deja a sus calles en silencio la mayor parte del año. Se cerró el grupo escolar y durante la jornada lectiva no se ven niños por sus calles. Alrededor del núcleo urbano una tupida mancha de piornos, fincas de pastos, casi siempre cercadas de piedras, y algunos huertos familiares, poblados de manzanos y ciruelos, que sobreviven a las repoblaciones de pinares impulsadas por la administración.

Comencé a visitar Navadijos, en los años setenta, cuando toda España esperaba con ilusión y optimismo un tiempo nuevo que la historia llamaría Transición. Todavía la localidad vivía de una agricultura familiar y de una ganadería recluida en viejos cobertizos que poco a poco se irían transformando en naves bien acondicionadas. Desde entonces son muchos los fines de semana y los veranos que he disfrutado de sus cielos despejados, de sus paisajes serranos, de la gélida transparencia de sus corrientes de agua y del manso silencio de sus piornos. Por eso invito al viaje desde aquí para que, en un tiempo de prisas y de redes digitales, volvamos a sentir el rumor de esas voces inaudibles que se cobijan entre sus cerros, el rescate de sabores olvidados recolectando moras silvestres.


Después, el alojamiento en alguna de sus dos casas rurales y al atardecer el paseo sosegado por calles que siempre sorprenden con un detalle insólito: una reja, un techado voladizo, un muro de sillares, un pilón con caños de agua fresca y un tiempo de sosiego para olvidar relojes y calendarios.