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Clásico

Enseñar a escribir


La vocación de enseñar me parece la vocación de regalar. La decisión de invertir tu tiempo en algo que no va a volver a ti, en algo que es para los demás. Esto es así también en los talleres de escritura, que empiezan a hacerse populares en España a pesar de existir desde hace décadas en el extranjero. En realidad, existen desde siempre, sólo que no tenían ningún nombre, pues todos escribimos para ser leídos.

 

Hay quien cree que el escritor nace y otros que se hace. Yo creo que lo que somos proviene del largo camino de lo que hacemos. Por otro lado, ¿se puede enseñar a escribir? Yo creo que sí, se puede, pero es difícil, puesto que hay muy pocas reglas y textos que las rompen magistralmente. Por eso, al final tenemos que confiar en nuestro instinto. Pero dejemos el instinto para más adelante. ¿Se puede enseñar a escribir? Sí, se puede, pero el alumno tiene que poner “el material”, por así decirlo –su imaginación–, de su parte. Los talleres de escritura llenan un hueco necesario para aquellos que buscan compartir su afición (repito: afición) y que quieren aprender algo más sobre el oficio de contar historias (y no el oficio de publicar: ese es otro cuento). Los talleres ayudan a crear un hábito a partir del ejercicio, ya que –por lo general, aunque los hay más específicos– suelen proponer la escritura de una situación que quizás no nos hubiésemos planteado. Ya dijo Picasso que inspiración y trabajo son sinónimos.

 

No todo el que va a clases de inglés pretende ser bilingüe; probablemente dos personas al azar que asistan a un curso de idiomas tendrán motivos muy diferentes para estar allí. No todo el que va a clase de tenis quiere ser, ni llegará a ser, un profesional de ese deporte. Incluso se puede cursar Bellas Artes o el Conservatorio sin por eso convertirse en un artista de renombre o en un músico famosísimo. Lo que se quiere es aprender algo más del arte de la creación. O por decirlo de otro modo: la materia prima del arte es individual e intransferible, pero la forma en que esta viene al mundo sí puede ser mejorada y corregida.

 

A escribir se aprende principalmente leyendo, pero hay veces, y hablo desde la experiencia, en que puede ser más útil y más rápido mirar a los problemas técnicos de manera directa, buscando ejemplos, atendiendo a las razones por las que un texto no funciona, algo que quizás sin duda aprenderíamos a base de muchas lecturas variadas durante muchos años.

 

Los talleres literarios suelen ir acompañados de lecturas a las que quizás no habríamos llegado por nuestros propios medios, porque está alejado de nuestra variedad o nuestros intereses, o por simple desconocimiento. Leer no sólo a nuestros compañeros, cuyas formas de pensar diferirán de las nuestras casi con seguridad, sino a otros autores alejados de nuestro canon nos empapa de una riqueza que puede ayudarnos a ser más críticos.

 

Sobre todo, los talleres literarios deben (o deberían) ayudar a desmitificar el concepto del escritor como ese ser superdotado con un entendimiento sobrenatural de las cosas que bebe mucho y se pasea de noche con gente de dudosa procedencia. Escribir es algo que, sobre todo, requiere mucha paciencia, mucho tiempo a solas encerrado en casa, encerrado en ti mismo, encerrado en tu papel. Por supuesto, la escritura bebe de la experiencia y de la observación, y cuanto más variopintas sean las vivencias de un escritor más podrán darle ideas sobre las que escribir, pero eso es sólo el trabajo de campo. Luego viene la parte dura. Y un taller acompaña y aconseja en al menos la mitad de ese proceso: el de primeras recepciones, críticas y algo vital para que un texto respire––la edición y la corrección. El de aprender a oírnos en voz alta y a escuchar a otros hablando de lo que escribimos. Editar y corregir es un proceso más complicado que escribir puesto que todo lo que has escrito viene de ti mismo y está en tu cabeza. Es necesario, pienso, contar con una opinión externa, y si puede ser más de una, todavía mejor, pues nos ayudará a ver nuestro texto con ojos nuevos, además de enseñarnos a aceptar críticas en su justa medida y a emitir críticas constructivas. Se trata, sobre todo, de saber que nuestro texto es nuestro y nosotros tenemos la última palabra sobre él–después de haber escuchado a los demás.

 

Y se trata de divertirse. De jugar con las palabras. De contar historias. De contar lo que no sabemos decir de otra manera. La literatura tiene que divertirnos, siempre.